Capítulo 3. La historia de Diana
- ¡Entra en la habitación y tíratela de una puta vez! – decía a sí misma la madre fuera de sí.
Observaba desde la parte superior de la escalera cómo su marido se masturbaba de nuevo mientras espiaba a Celia, su pequeña hija de catorce años. Estaba cansada de aquel estúpido juego. Él era un pusilánime, le faltaban arrestos para hacer lo que su cuerpo le suplicaba a gritos: romper de una patada la puerta maciza de cerezo americano y reventarle el coño a la lolita de sus sueños.
" ¡Después tengo que limpiarlo todo yo! Por lo menos podrías quitar las manchas de semen de las puertas como dios manda " pensó.
Al bajar las escaleras Diana tropezó con Truco, aquel dichoso perro no contento con llenarlo todo de pelos jugueteaba por todas partes. Se tensó un poco, quizás Héctor podía haberla oído. Sus sospechas se confirmaron cuando el marido intentó disimular burdamente llamando a la puerta del baño.
Momentos después padre e hija se marcharon al cine aquel día crucial y se puso a recordar cómo había empezado todo aquello, unos meses atrás.
A Diana le gustaban las mujeres, y mucho. Se trataba de un hecho que había aceptado desde que compartía habitación con unas chicas en sus tiempos del internado, las jovencitas se tocaban y besaban entre ellas. Lo que al principio no era más que un juego luego se convirtió en vicio. Las noches derivaban usualmente en orgías salvajes y cuerpos desnudos que gozaban los unos de los otros desaforadamente. La madre superiora no sólo no perseguía aquellos comportamientos poco cristianos sino que los fomentaba abiertamente. Su presencia en las bacanales nocturnas de sus protegidas era de lo más habitual.
Diana no aprendió demasiado de los preceptos católicos durante aquel tiempo pero salió del centro siendo una lame coños de primera. En el instituto descubrió a los hombres y también le gustaron. Sobre todo, Héctor, tan alto y guapo; tanto le encantó que se quedó preñada de él. No fue nada extraño, estaban todo el día enganchados como conejos y a menudo no utilizaban la protección adecuada. No había que esforzarse demasiado para sorprenderles en cualquier rincón dándole gusto al cuerpo. Y así nació su hija la pequeña Celia.
Y fue feliz en su matrimonio, a pesar de los frecuentes deslices de su marido hasta que su delicada hijita comenzó a convertirse en una bonita adolescente. Conforme crecían los pechos de Celia, brotaba de nuevo en Diana el deseo de carne femenina, lo peor era que los deseos iban hacia la Carne de su carne, su pequeña niña. La mujer se desesperaba en su mundo interior. Varias amantes disfrutaron de sus encantos. Incluso llegó a contratar jóvenes prostitutas para desfogarse. No solucionó nada, al contrario, avivó más si cabe su deseo. Suspiraba y Deseaba a Celia, su propia hija.
No veía el momento de estrujar entre las manos aquel par de meloncitos que su pequeña tenía por senos. Eran su religión, su faro, su guía. Los sueños eróticos que la asaltaban por las noches eran tan frecuentes como ardientes. Durante la madrugada el agua fría aliviaba su calentura, durante el día intentaba evitar pensar en su hija como si fuese el animal más bonito y sensual del mundo.
Amaba a Celia y no con ese amor maternal que toda madre profesa para con sus vástagos sino un amor físico, irracional y lujurioso. Deseaba a Celia, su propia hija.
Este hecho tan poco convencional le sumió en un profundo sentimiento de culpa que derivó en una tremenda depresión. Intentaba quitarse aquel sentimiento que la consumía por dentro y no lo lograba. El tonto de Héctor pensaba que él era el culpable de la desdicha de su esposa, por el simple hecho de que le hubiese sido infiel un montón de veces.
Los hombres, siempre pensando en ellos mismos, como si Diana no fuese consciente de los frecuentes escarceos de su media naranja. Conocía de buena tinta que su marido se había tirado al menos a tres de las niñeras de la pequeña Celia y que su secretaria recién casada se abría de piernas con una facilidad pasmosa cada vez que se le ponía dura. Con cada infidelidad, el muy gilipollas le compraba flores a una aparentemente encantada Diana. Poco menos que una confesión en toda regla. Patético.
Alguien en el colegio de su hija le habló acerca del doctor Andrés Méndez, un eminente psicólogo infantil experto en traumas tanto en adolescentes como en personas adultas. Diana percibió en un principio nada especial. Un loquero como sin duda había cientos.
La visita transcurrió normalmente pero poco a poco el terapeuta lanzó preguntas clave que hicieron, nunca mejor dicho, diana en la mente atormentada de la mujer. Ella se sintió poco a poco más a gusto y se sinceró con el doctor, lloró como una magdalena mientras le contaba su terrible secreto.
En ningún momento aquel singular hombre le dijo que la curaría. Enjuagó sus lágrimas y la trató con dulzura. Esto extrañó sobremanera a una desconcertada Diana, el hombre no consideraba que fuese un monstruo, ni tan siquiera que estuviese enferma. Ni mucho menos.
La segunda cita fue de lo más extraña, en la consulta apareció el doctor acompañado de una preciosa muchacha pelirroja de unos dieciocho años. Se suponía que las sesiones eran privadas y la pobre Diana no entendía el por qué de la presencia de aquella sensual hembra en la hora de su terapia.
- Hola Diana, esta es Odile, mi mujer. Por favor, déjese llevar, es muy importante. Tengo que verla en acción.
- ¿En acción…?
No le dio tiempo a seguir objetando nada, la tal Odile le estampó un beso en los labios y comenzó a sobarla. El hombre se sentó en un sillón y tomó notas. Diana quería liberarse pero no pudo, se notaba que la pelirroja sabía lo que hacía. Su deseo infantil y reprimido fue más fuerte que ella
Al poco tiempo estaba desnuda en el suelo, sudorosa y desatada, con su clítoris frotándose con el de Odile en la clásica posición de tijeras. Cuando se deleitaba la lengua en los jugos de su nueva amante, notó que algo intentaba introducirse en su ano; el buen doctor, en un alarde poco profesional pretendía unirse a la fiesta. No le dio más importancia y relajó su cuerpo para facilitarle la tarea.
Al sentir como sus carnes se abrían, pensó que al fin una de sus fantasías se estaba cumpliendo de forma inesperada, hacer el amor con un hombre y una mujer al mismo tiempo. No eran exactamente la pareja de baile que ella deseaba pero tuvo que reconocer que disfrutó como nunca aquella tarde lluviosa. Había sondeado a Héctor con indirectas pero su marido o no se enteró o no le apetecía.
En las sucesivas sesiones, el Doctor Méndez hizo con ella lo que quiso. Progresivamente la convenció de que hacer el amor con su niña no era nada malo. No sólo la convirtió en el juguete sexual de la pareja, sino que lavó su mente completamente, tan sólo con sesiones de terapia y la promesa firme de que su hija le comería el coño en apenas tres meses si seguía sus órdenes; obtuvo una esclava a la que poder humillar sin ningún límite ni cortapisa.
Diana cayó tan bajo, se introdujo tanto en las garras de aquel macabro personaje que hasta aceptó ejercer de vez en cuando de puta barata en una carretera de mala muerte de los alrededores. Disfrazada de ramera abría su escote enseñando la mercancía a los conductores que reducían el paso para poder deleitarse con la visión de su cuerpo. Si su padre, coronel de la dictadura, siguiese vivo le habría dado un infarto al verla ofrecerse a inmigrantes sin papeles en aquellos malolientes pisos patera. De esta singular manera demostraba su obediencia ciega hacia el influyente doctor. Inventaba alguna excusa en casa para justificar su ausencia y se dedicaba a chupar la polla a camioneros sebosos por apenas diez euros, su culo y coño también estaban en venta, el reventarlos no costaba más de veinte miserables euros. Obviamente no lo hacía por dinero, lo hacía como muestra de su obediencia ciega. Luego contaba al doctor sus andanzas y este sonreía satisfecho mientras orinaba en la boca de su enésima víctima.
No le fue difícil al astuto doctor aleccionar a su nueva puta para que enviase a la consulta a la pequeña Celia, con la excusa de iniciar su tratamiento para superar el tremendo complejo que la joven tenía con sus crecientes senos. Diana se masturbó tras el espejo cuando vio como el doctor se follaba a su pequeña niña de catorce años en la primera sesión terapéutica. Lamió frenética el cristal del espejo en el que se apretaban los pezones de su Celia mientras el galeno le estrenaba el trasero a su hija sin contemplaciones.
El emérito Doctor Méndez, sabedor de todo lo referente a la lolita, resultó ser tremendamente convincente y una adolescente acomplejada fue presa fácil para un depredador sexual con tanta experiencia. La niña entregó su virgo mientras era humillada física y verbalmente. Y lo hizo feliz con un extraño que apenas conocía pero que había entendido cómo se sentía desde el primer momento que la vio.
Andrés no se conformó con disfrutar semanalmente del cuerpo de Celia, sino que la introdujo en un oscuro mundo de prostitución infantil con conocimiento materno. Ahí descubrió Diana el verdadero poder del pervertido Doctor. Cientos de jóvenes de ambos sexos ejercían el oficio más viejo del mundo bajo la influencia del Doctor Méndez. Gracias a esto, el cincuentón había alcanzado en sus más de treinta años de profesión una fabulosa fortuna.
Un sábado de finales de febrero, Diana consumó su fantasía sexual más sórdida. Protegida por la penumbra en una oscura furgoneta se abrió de piernas y su propia hija succionó sus jugos de forma maestra. Lloró de alegría, de placer, de gusto… y por qué no decirlo, de culpa.
Poco a poco, sutilmente el doctor comenzó a preguntar a Diana acerca de la relación entre su marido y su hija. Pequeños detalles y años de experiencia indicaron al galeno que el padre profesaba a su niña algo más que un amor paternal, puso en marcha un plan que había llevado a buen puerto cientos de veces. Deseaba que padre e hija consumaran el incesto.
La madre obedeció sumisa los deseos de su amo y señor, seguiría ciegamente sus indicaciones y corrompería a su familia tanto como fuese preciso. El proxeneta instruyó a Diana a que introdujera a su marido en el mundo del intercambio de parejas, una vez conseguido aquel primer y crucial paso todo fue más sencillo.
Con Odile, su joven esposa como cebo sexual su plan no podía fallar. Tras las primeras citas, confirmó sus sospechas, Héctor tenía predilección por las adolescentes y más concretamente, por la tetona de su hija Celia. Lucía la hija del doctor, de apenas quince años sirvió de conejillo de indias, en un lujoso apartamento Andrés observó las evoluciones de Héctor y su propia hija.
Analizando el comportamiento del macho, montando compulsivamente a la pequeña potrilla el doctor confirmó su teoría. El sujeto en cuestión era un pedófilo reprimido, que deseaba tirarse a su propia hija. Como otros tantos. Aunque tenía que reconocer que no le culpaba por ello, Celia tenía un cuerpo espectacular y sabía cómo utilizarlo, podía dar buena fe de ello. En su despacho, rodeado de papeles y fotografías el doctor analizó la situación, tras el exhaustivo estudio la conclusión fue incuestionable, continuaría con su plan una vez más; Conseguiría fácilmente que Héctor, Diana y su hija fueran amantes. De esta manera dispondría de Celia a su voluntad, la pequeña podría de esta manera prostituirse sin limitaciones de horario ni fechas; una bonita zorrita que haría las delicias de multitud de pervertidos de todo el mundo. Aquello era sólo una cuestión de dinero, de mucho dinero. Celia era muy buena, tenía infinitas posibilidades con aquel cuerpo de infarto y una actitud tan condescendiente.
Reflexionó mientras veía una película rodada mediante cámara oculta de la chica en plena acción. La joven disfrutaba sin tapujos de las barbaridades que varios sementales perpetraban a su delicado cuerpo, daba igual el tamaño del pene que violentase su ano o su pequeña vagina jamás desaparecía aquella sonrisa angelical de su rostro. De todas sus pacientes “especiales” como él las llamaba, Celia era sin duda la mejor que había visto jamás… incluida a Odile.
A partir de aquel momento Diana debía hacer todo lo posible para excitar a su marido utilizando el cuerpo de su niña. La convenció para que vistiese ropa más provocativa. Ayudada por el psicólogo proxeneta, consiguió que se pusiera un piercing en el ombligo para que los tops realzasen su busto. Utilizó toallas de baño más pequeñas, y con alguna excusa mandaba a su marido al piso de arriba cada vez que la cría tomaba un baño. Sobaba a la pequeña en presencia paterna, consiguiendo que los pezones turgentes se notasen a través de su ropa. Aquello, además de satisfacer la lujuria de Diana minaba la resistencia de un cada vez mas excitado Héctor.
Durante la Semana Santa fingió sorprenderse cuando Héctor le invitó a un viaje romántico a Sevilla. Sabía de buena tinta que no era ese el lugar de destino, su amo Andrés se había asegurado de ello. Ya conocía de sobra la finca de la sierra, pasaba muchas mañanas en ella cuando su marido estaba en el trabajo; todo lo que allí pasó estaba totalmente maquinado por su Señor: El chaval de la sopa, las gemelas viciosas, Odile y Lucía…todo. Todo pensado para llevar a su estúpido marido hacia el lado oscuro de la pedofilia y el incesto, cuando su marido la vio tragándose aquel pequeño pene, su Amo Andrés la sodomizaba contándole al oído las barbaridades que solía hacerle a su pequeña Celia y la puta que podía llegar a ser su niña y la cantidad de vergas que sin duda atendería durante aquellas vacaciones.
Deseaba que Héctor consumase el incesto para poder disfrutar a la vez de su marido y su hija, en definitiva, follar al mismo tiempo con un hombre y una mujer. Lo que siempre había deseado.
El día que Andrés eligió como el señalado, Diana se las ingenió para que Héctor contemplase la excelencia de los senos de su pequeña, el bulto en el pantalón paterno cuando padre e hija se marcharon indicó a Diana que había acertado en su estrategia. Su niña entró tres horas y pico más tarde corriendo hacia su cuarto, llorando. Su marido permanecía en el coche con el rostro entre las manos, Diana murmuró sonriendo casi imperceptiblemente.
-El amo estará satisfecho. Su deseo se ha cumplido, pronto tendrá una nueva puta a tiempo completa, mi hija, mi pequeña Celia.
Continuará
buenisimo
Me alegro de que te guste una de mis primeras sagas. Disfruté mucho escribiéndola. Zarrio/Kamataruk.