El vuelo en avión, segunda versión (de Janus)

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    El siguiente relato erótico es un texto de ficción, ni el autor ni la administración de BlogSDPA.com apoyan los comportamientos narrados en él.

    No sigas leyendo si eres menor de 18 años y/o consideras que la temática tratada pudiera resultar ofensiva.

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    Leah estaba entre el primer grupo de pasajeros que subió al avión de Miami a Tucson. Estaba deseando que el vuelo de vuelta a casa fuera tranquilo, sobre todo porque iba a volar el día de Navidad. La mujer de veinticinco años esperaba que el avión estuviera bastante vacío, pero se sorprendió al llegar a la puerta de embarque y encontrar el vestíbulo abarrotado de gente. “Bueno”, pensó para sí misma, encogiéndose de hombros. “Al menos pedí la última fila del avión, así que me toca embarcar primero”.

    La joven se desplazó con facilidad por los estrechos confines del pasillo de la cabina, maniobrando con destreza su bolso de mano mientras caminaba. Sus brillantes zapatos negros de tacón alto hacían un suave chasquido sobre el suelo alfombrado de la cabina mientras caminaba. Se había vestido elegante para las vacaciones y llevaba una falda negra bastante corta que solo le llegaba hasta la mitad del muslo, así como una camisa de vestir de color rojo oscuro con varios botones elegantemente desabrochados. Su largo cabello rubio estaba recogido en una cola de caballo y un par de anteojos de montura oscura enmarcaban su hermoso rostro. Alta y delgada, Leah exudaba la confianza de una mujer joven.

    Al llegar a su asiento, Leah se sorprendió al encontrar a un niño sentado en la misma fila que ella, junto a la ventana. “Oh, hola”, dijo Leah y sonrió con su sonrisa más cálida.

    El chico apartó la mirada de la ventana y la miró con inocencia. —Hola —dijo tímidamente.

    Leah revisó dos veces su boleto de avión. “Parece que vamos a compartir asiento”, le dijo al chico mientras guardaba su bolso en el compartimiento superior. “Tengo el asiento justo al lado del tuyo”. Se sentó a su lado.

    —Está bien —dijo. Al parecer no era muy hablador. Leah insistió y siguió hablando de todos modos.

    —Me llamo Leah —dijo, extendiendo la mano—. ¿Y tú?

    El muchacho le estrechó la mano con solemnidad. —Matthew —le dijo.

    —Encantada de conocerte, Matthew —respondió ella. Lo observó durante un momento. Su cabello era castaño y estaba cortado de una manera encantadora y lacia, y le caía sobre las orejas y la frente de una manera encantadora. Por lo demás, sus vaqueros y su suéter eran en su mayoría anodinos.

    —Entonces —dijo Leah, recostándose en su silla—, ¿viajas solo?

    —Sí —dijo el niño—. Voy a volar a Tucson para visitar a mis abuelos en Navidad.

    —Qué bien —comentó Leah—. Yo voy a visitar a mis padres. Debes ser un chico muy valiente para viajar solo. ¿Qué edad tienes?

    —Seis y medio —le dijo el niño con seriedad.

    —¡Guau! —dijo Leah, fingiendo estar impresionada—. Entonces debes ser muy valiente.

    "Cumpliré siete años el mes que viene", dijo Matthew.

    Leah le sonrió al niño. Distraídamente, dejó que sus ojos cayeran sobre la entrepierna de sus jeans antes de volverlos a mirar a la cara. Leah había sido una niña bastante precoz durante su infancia y tenía buenos recuerdos de “jugar a los médicos” y experimentar con su vecino de al lado, Andrew, que tenía la misma edad que ella. Nunca se había considerado una pedófila, pero, incluso ahora, siempre se excitaba al recordar el pequeño pene sin vello de Andrew.

    Sin embargo, sus juegos nunca pasaron de ser una diversión juvenil, pero Leah todavía recordaba sentir un delicioso cosquilleo cuando ella y Andrew se turnaban para pincharse entre las piernas con lápices. Los juegos habían comenzado cuando ambos tenían seis años y continuaron hasta que Andrew se mudó dos años después. Durante ese período, los dos niños se duchaban juntos, exploraban sus partes privadas y pasaban los largos y calurosos días de verano de Tucson holgazaneando desnudos en el sótano mientras sus padres estaban sentados e ignorantes en el piso de arriba. Ambos niños sabían que sus padres no lo aprobarían, así que era su secreto.

    Durante los dos años que estuvieron juntos, el acto sexual más explícito que Leah y Andrew habían hecho jamás fue olerse mutuamente las entrepiernas. Leah todavía recordaba haber apartado a un lado el diminuto y rosado pene de Andrew, haber apretado sus fosas nasales contra su escroto sin vello y haber respirado profundamente. Incluso hoy, el recuerdo de esa sutil combinación de jabón y suave almizcle de niño hacía que su coño doliera de placer. Aún mejor era el recuerdo de su propio turno, el recuerdo de la maravillosa picardía que sintió tumbada de espaldas y abriendo las piernas para que Matthew pudiera presionar su cara contra su inocente raja rosada.

    Al mirar al chico que estaba sentado a su lado en el avión, Leah no pudo evitar recordar sus experiencias de la infancia. Matthew era un chico lindo y definitivamente se parecía mucho a Andrew. Saltaba de un lado a otro en su asiento mientras pateaba juguetonamente con los pies, y sus cordones desatados se agitaban contra el asiento frente a él. Leah se giró para hablar con el niño.

    —Entonces… —comenzó, antes de detenerse de repente. Matthew la miraba fijamente. Al bajar la mirada, se dio cuenta de lo apretada que estaba su camiseta ajustada y de que su sujetador se veía ligeramente porque había desabrochado muchos botones. Leah sintió una punzada incontrolable de excitación al pensar en ese jovencito mirándola.

    —Entonces —repitió Leah, aclarándose la garganta. Matthew la miró a la cara—.¿Es esta tu primera vez volando, Matthew? —le preguntó.

    —No —le dijo Matthew—. He volado muchas veces antes. Una vez volé a California con mis padres. Leah notó que cuando llegó al final de la oración, sus ojos volvieron a mirarla en el pecho antes de levantar la vista para encontrarse con su mirada.

    —Oh, qué bien —respondió Leah. Continuó conversando, pero su mente empezó a volar.

    «¡No puedo creer que este niño me esté mirando las tetas!», pensó. Pero supuso que era normal. Incluso los niños pequeños se interesaban por el sexo opuesto. Recordó que incluso su hermano menor echaba un vistazo a los catálogos de Sears cuando eran niños.

    Charlaron un poco más. Los ojos de Matthew se asomaban fugazmente a los pechos de Leah, regordetes y grandes debajo de su ajustada camiseta. Cada una de sus miradas furtivas sólo añadía leña al fuego, excitando cada vez más a la mujer de veinticinco años.

    “Bueno, a este juego pueden jugar dos”, pensó Leah, mientras miraba con indiferencia la entrepierna de Matthew. Se dio cuenta de que el chico parecía estar rascándose repetidamente allí. “¿Se está frotando el pene?”, se preguntó Leah con incredulidad.

    Esa fue la gota que colmó el vaso. Leah ya no podía ignorar la intensa electricidad sexual que la recorría. El avión se estaba llenando rápidamente y Leah pudo ver que las puertas ya estaban cerradas. “No falta mucho para el despegue”, pensó para sí misma. Su pulso se aceleró cuando se agachó y agarró su bolso.

    —Disculpa, Matthew —le dijo al niño—. Creo que voy a ir al baño antes de que despegue el avión.

    Matthew asintió. Leah se puso de pie, sin pasar por alto el hecho de que sus ojos la miraron de reojo antes de irse. El baño estaba ubicado justo detrás de su fila. Leah cruzó la pequeña puerta, la cerró con llave y respiró profundamente. Su corazón estaba acelerado por la emoción. Se miró en el espejo.

    “¿Está mal esto?”, pensó para sí misma. “¿Está mal que me sienta tan cachonda por este niño?”. La joven de veinticinco años tragó saliva. Parecía inmoral, pero cuanto más lo pensaba, más deliciosamente perverso le parecía. De repente, Leah se sintió como una inocente y curiosa niña de seis años, excitada por ser tan traviesa.

    —A la mierda —suspiró. Rápidamente, se desabrochó la camisa y se quitó el sujetador, liberando sus grandes pechos. Sus pezones se endurecieron por el aire frío del baño de la cabina. Se abrochó la camisa de nuevo, dejando con cuidado varios botones desabrochados. Su camisa ahora estaba abierta justo debajo de sus pechos y su escote sería fácilmente visible dependiendo de cuánto separara el cuello de la camisa.

    Luego, Leah metió la mano debajo de la falda y se quitó las bragas. Hizo una bola con ellas y las metió en el bolso, junto con el sujetador. Sintiéndose bastante traviesa, se miró en el espejo y asintió con la cabeza en señal de aprobación al ver que sus pezones sobresalían por debajo de la camiseta.

    Leah salió del baño y regresó a su asiento justo a tiempo. Los asistentes de vuelo estaban haciendo su última revisión antes de ocupar sus propios asientos. Una asistente de vuelo estaba ocupada con Matthew, ayudándolo a abrocharse el cinturón de seguridad mientras Leah esperaba en el pasillo.

    “Oh, discúlpeme”, dijo la azafata al ver que Leah estaba esperando su asiento. “Solo necesito ayudar a este chico con el cinturón de seguridad”.

    "No te preocupes", dijo Leah con calidez. Observó cómo la azafata colocaba con éxito la hebilla.

    —Listo —le dijo la azafata—. Si necesitas algo, solo presiona este botón y vendré a ayudarte, ¿de acuerdo?

    Matthew asintió. La azafata le sonrió a Leah y se hizo a un lado. Leah se sentó y le sonrió a Matthew mientras el avión empezaba a rodar por la pista. Le agradó ver que él le devolvía la sonrisa. Tuvo cuidado de sentarse derecha, empujando el pecho hacia adelante para asegurarse de que sus senos parecieran más grandes. Al mirarla con el rabillo del ojo, le alegró ver que Matthew volvía a mirarle el pecho.

    El avión despegó. Leah esperó hasta que se apagara el cartel de “abróchense los cinturones” antes de planificar su siguiente movimiento. “¿Tienes que usar el baño, Matthew?”, preguntó. “Si es así, puedo ayudarte a soltar el cinturón de seguridad”.

    —Eh, ok —dijo Matthew después de pensarlo un momento. Leah se estiró y tiró de la hebilla de metal. El corazón le dio un vuelco cuando sintió que sus dedos rozaban el algodón del jersey.

    —Hmm —dijo Leah—. No puedo desabrocharlo... Un segundo. —Se desabrochó el cinturón de seguridad y se puso de pie. Agachándose, Leah fingió inspeccionar la hebilla del cinturón de seguridad de él, sabiendo que el niño de seis años estaba viendo sus pechos a través de su camisa desabotonada mientras se inclinaba.

    —Hmm —dijo Leah de nuevo, mirando el rostro de Matthew. Su expresión revelaba que su plan había sido un éxito. Jugueteó con el cinturón durante varios segundos más antes de desabrochar finalmente la hebilla.

    —¡Listo! —le dijo—. Ok. Ve al baño y yo te esperaré aquí. —Se hizo a un lado para dejarlo pasar. Él pasó a su lado con paso lento. Leah estaba sorprendida de que pudiera caminar con los cordones desatados.

    Se sentó y esperó a que regresara. Leah aún podía ver la expresión en el rostro de Matthew mientras miraba sus pechos desnudos por debajo de su camisa. Ahora la reconoció como la misma expresión que Andrew tenía cuando ella era pequeña y jugaban a sus juegos. Era una mezcla de curiosidad, inocencia y anhelo sexual que le provocó escalofríos en la columna vertebral. Percibió un rastro de humedad entre sus piernas.

    Matthew regresó. “¡Aquí estoy!”, anunció. Leah se rió y se puso de pie para dejarlo sentarse.

    —Matthew —dijo Leah—, ¿quieres dejarte el cinturón de seguridad quitado o deberíamos abrocharlo de nuevo?

    —Ummm —dijo Matthew. Leah podía ver cómo su mente daba vueltas—. Abróchame el cinturón —le dijo.

    Ella le sonrió. “Eso es lo que pienso también. Ven, déjame ayudarte”. Leah se inclinó de nuevo, tomándose su tiempo para abrochar el cinturón de seguridad y asegurarse de que estuviera bien abrochado. Cuando volvió a sentarse, vio a Matthew sonriéndole con una expresión tonta en su rostro.

    Después de eso, ambos se rieron y hablaron. Los asistentes de vuelo llegaron para servir bebidas y Leah mantuvo una charla relajada con Matthew, preguntándole al pequeño sobre todo, desde sus mascotas hasta la escuela y sus programas de televisión favoritos. Solo habían estado charlando durante media hora cuando Matthew le pidió ir al baño nuevamente.

    —¿Otra vez? —preguntó Leah, mirándolo con ojos brillantes.

    —Sí —dijo Matthew, asintiendo con seriedad—. Tengo que ir otra vez.

    —Bueno, está bien —respondió Leah, siguiéndole el juego—. Déjame quitarte el cinturón de seguridad. —Le dio al niño otra mirada larga y agradable antes de dejarlo salir corriendo al baño. No llevaba ni diez segundos sentada cuando Matthew regresó.

    —¿Ya terminaste? —preguntó Leah, fingiendo incredulidad.

    —Sí —dijo Matthew. Se sentó y esperó a que ella le abrochara el cinturón de nuevo.

    Incapaz de contener una sonrisa traviesa, Leah se inclinó de nuevo para abrocharle el cinturón de seguridad. “Bueno, señor”, pensó para sí misma, “si usted va a jugar, ¿por qué yo no?” Mientras jugueteaba con el cinturón de seguridad, Leah dejó que los lados de su mano presionaran contra sus piernas, rozando la tela vaquera de sus jeans. Él no protestó, así que Leah dejó que sus dedos rozaran la entrepierna de sus jeans. Una vez. Luego dos veces. Finalmente, lo abrochó y, sin poder resistirse, le dio un pequeño apretón en la entrepierna cubierta por la tela vaquera.

    Su corazón se aceleró y sintió que sus rodillas temblaban mientras sus dedos se cerraban sobre algo. Al volver a sentarse, Leah sintió que la sangre le subía a la cara. Ahora se sentía increíblemente cachonda. Al mirar a Matthew a la cara, Leah vio que la miraba con una expresión de deleite y excitación. Sus ojos volvieron a su entrepierna y se sorprendió al ver su mano amasando el bulto de mezclilla entre sus piernas.

    Leah respiró profundamente y cruzó las piernas, segura de que los demás pasajeros pronto podrían detectar el aroma de su excitado coño. La humedad era innegable ahora y apretó los muslos para saborear la energía sexual que fluía por su cuerpo.

    No habían pasado ni quince minutos cuando Matthew le pidió ir al baño otra vez. Esta vez no fingió estar sorprendida por su pedido de nuevo. Leah se levantó y le mostró otra vista mientras se inclinaba sobre él. Con valentía, dejó que sus dedos rozaran su entrepierna hasta que sintió algo pequeño y duro debajo de las yemas de sus dedos. Leah pensó que se desmayaría de placer al tocar a ese pequeño niño.

    A regañadientes, se desabrochó el cinturón de seguridad. “Espera”, dijo Leah cuando Matthew pasó a su lado, “¿por qué no te atas los cordones de los zapatos, cariño? Te vas a tropezar y caer”.

    —Están bien así —dijo Matthew encogiéndose de hombros—. De todos modos, no sé atar los cordones.

    Leah se sentó a reflexionar sobre esto mientras Matthew desaparecía en el baño. De repente, una idea se apoderó de su mente. Inspirada, Leah se puso de pie y abrió el compartimento superior. Buscó en su bolso de mano y encontró lo que buscaba: sus zapatillas para correr.

    Matthew regresó y se sentó en su asiento. Miró expectante a Leah, esperando que ella le abrochara el cinturón de nuevo. En cambio, ella se sentó a su lado.

    —Matthew —dijo—, ¿hablabas en serio cuando dijiste que no sabías atarte los zapatos?

    Matthew sonrió tímidamente. “Sí”, dijo, con las orejas un poco rojas. “Los profesores intentaron enseñarme, pero no pude hacerlo”.

    Leah le sonrió. “Bueno, ¿qué te parece si te doy clases ahora? Tenemos unas cuantas horas por delante”.

    —Mmm, está bien —dijo Matthew.

    —Bien, bien. Ahora, ¿por qué no giras el cuerpo y me miras de frente? Así es. Ahora apoya el pie en el asiento así... —Matthew ahora estaba sentado con el pie derecho apoyado en el asiento mientras el izquierdo colgaba debajo—. Perfecto —le dijo Leah—. Ahora te ataré los cordones de los zapatos primero y tú mirarás...

    Le hizo una demostración dos veces: ató, desató y volvió a atar los cordones de sus zapatos. “Ahora inténtalo tú”, le indicó al niño mientras desataba los cordones. Leah observó cómo Matthew intentaba torpemente atarse los cordones de sus zapatos. “No, así no”, dijo. “Así… inténtalo de nuevo”.

    Leah podía ver cómo la frustración iba en aumento en el rostro del niño mientras intentaba atarse los cordones de los zapatos sin éxito. “Es hora de pasar a la segunda fase”, pensó.

    —Está bien, Matthew —anunció—, tal vez ayude si también me ato los zapatos al mismo tiempo. Tengo mis zapatillas de correr aquí y practicaremos atarlas juntas... Leah se quitó sus zapatos negros y se puso sus zapatillas de correr. Su corazón comenzó a latir más rápido de nuevo al pensar en su próximo movimiento.

    Leah se mordió el labio con anticipación y se movió lentamente. Giró el cuerpo para quedar de frente a Matthew, que estaba sentado en el asiento. Luego dobló la pierna izquierda y se sentó en el asiento al estilo indio. Después, muy deliberadamente, subió el pie derecho al asiento y abrió la falda para revelar su entrepierna desnuda y abierta ante el niño de seis años.

    Leah se estremeció de placer sexual al ver la expresión de Matthew mientras miraba su coño. Parecía estar obsesionado con él. Leah, que disfrutaba de la atención, se subió un poco la falda para asegurarse de que tuviera suficiente luz para ver allí abajo.

    —Está bien —dijo—, atémonos los cordones de los zapatos, ¿vale? Leah hizo lo que le pedía, pero se dio cuenta de que Matthew no la escuchaba en absoluto. Se miró y vio su coño exhibido con orgullo. No tenía vello en absoluto, salvo una pequeña tira de pelo (lo llamaba su «mohicano») por encima de la raja. Sus labios más oscuros estaban abiertos de par en par con anticipación, enmarcando su humedad rosada, y su clítoris, un pequeño botón inflamado y redondo, era claramente visible.

    Leah podía sentir que se ponía cada vez más húmeda mientras Matthew miraba su coño. Estaba amasando el bulto en su entrepierna otra vez, demasiado joven para darse cuenta de que era un tabú hacer algo así en público.

    Leah abandonó la artimaña de atarse los cordones de los zapatos y dejó que Matthew la mirara durante un largo rato antes de hablar. “¿Qué pasa, Matthew?”, preguntó.

    El niño finalmente apartó la mirada de su entrepierna. —Nada —graznó.

    —¿Por qué te tocas los jeans de esa manera? —preguntó Leah inocentemente.

    El chico se encogió de hombros, pareciendo avergonzado por primera vez. “Um, no sé”, dijo finalmente.

    Leah tomó el toro por los cuernos, se inclinó más cerca de él y preguntó suavemente: "¿Es porque tu pene está duro?"

    Matthew la miró, sorprendido de que ella lo supiera. No respondió.

    —¿Tienes el pene duro? —preguntó Leah de nuevo.

    —Sí —admitió Matthew vacilante.

    Leah sintió una oleada en su coño. Ahora podía oler el fuerte almizcle de su excitación haciéndole cosquillas en las fosas nasales. Extendió la mano y frotó la entrepierna de Matthew, vestida con jeans. —¿Te duele, cariño?

    "Umm, no lo sé."

    —Puedo ayudarte —susurró Leah, con su excitación a punto de estallar—. ¿Quieres que te ayude?

    Matthew no respondió. El pequeño estaba demasiado sobrecogido por las sensaciones mientras la mujer mayor le masajeaba la entrepierna con la mano.

    —Vamos —dijo Leah, incorporándose con normalidad en su asiento—. Vamos al baño juntos y veré qué pasa... —Tomó su mano y solo sintió un segundo de vacilación antes de que Matthew se levantara y la siguiera al baño.

    “Qué suerte que el baño esté en la parte trasera del avión”, pensó Leah. Echando un vistazo a la cabina del avión, Leah vio que no había moros en la costa. Abrió la puerta y metió a Matthew rápidamente antes de entrar ella misma.

    Apenas había espacio suficiente para los dos. “Ven, Matthew”, dijo Leah, indicándole, “¿por qué no cerramos la tapa del inodoro y luego te puedes parar sobre ella?” Sin esperar, levantó al niño y lo colocó sobre el asiento. Había justo el espacio suficiente para que se parara sobre el asiento sin golpearse la cabeza.

    —Ahora veamos qué le pasa a tu pene, cariño —murmuró Leah con voz ronca. Matthew se quedó de pie con las manos a los costados mientras ella buscaba a tientas el cierre de sus pantalones vaqueros. Sus dedos temblaban y hasta sus rodillas se doblaban de nerviosa anticipación.

    Leah se puso en cuclillas en el suelo para quedar a la altura de la entrepierna del niño. Conteniendo la respiración, le quitó los vaqueros y sus ojos se iluminaron al ver su ropa interior blanca y sencilla. Se notaba un pequeño bulto.

    En el fondo, Leah sabía que lo que estaba a punto de hacer era ilegal, pero pensar en ello no hizo más que echar más leña al fuego. Metió los dedos en la cinturilla elástica de la ropa interior blanca de Matthew y tiró lentamente de ella para unirla a los vaqueros que rodeaban sus tobillos.

    Leah exhaló un suspiro de placer cuando el pene del chico apareció a la vista. Era perfecto. Un pequeño tubo carnoso de piel blanca lechosa cubierto por una cabeza de color rosa claro. Matthew no medía más de cinco centímetros de largo, pero verlo sobrealimentó las hormonas de Leah más que cualquier otro pene adulto que hubiera visto jamás.

    La mano de Leah se movió por voluntad propia para acariciar suavemente el pene de Matthew. El pequeño se estremeció levemente ante su toque.

    —No tengas miedo, Matthew —le aseguró—. No tengas miedo. —Su mano exploró la inocente suavidad de su pene inmaculado, deleitándose con su tensa dureza. No podía creer cómo algo tan maravillosamente infantil podía ser también tan innegablemente sexual en su decidida erección.

    Recordando una escena de su infancia, Leah levantó el pequeño pene de Matthew y presionó su nariz contra su escroto desnudo. Inhaló profundamente. Era celestial. Al igual que su pene, su escroto todavía era pequeño y poco desarrollado y, por lo tanto, impecablemente sin vello.

    Leah no pudo resistirse más. —No tengas miedo, Matthew —le dijo de nuevo. Abrió la boca y engulló su pequeño pene erecto. La mujer de veinticinco años saboreó el sabor del pene, dejando que sus labios se cerraran alrededor de él mientras su lengua acariciaba suavemente su parte inferior. Ella tomó fácilmente toda su longitud en su boca. Matthew jadeó ante la estimulación.

    —Eso se siente bien, ¿no es así, Matthew? —ronroneó Leah al pequeño. Ahora él la miraba con los ojos muy abiertos, con deleite e inocencia. Ella tomó su pene en su boca otra vez. El coño de Leah se abrió de placer mientras ella comenzaba a hacerle al chico su primera mamada.

    Mientras le daba placer oral a Matthew, los dedos de Leah se deslizaron por debajo de su falda. Pasó un dedo por su clítoris, disfrutando de las oleadas de energía sexual. Dejó que su dedo medio penetrara superficialmente su vagina húmeda, fingiendo que era el pene de Matthew. Un gemido reprimido escapó de sus labios, y las vibraciones se transfirieron al miembro del pequeño.

    Leah perdió la noción del tiempo. Solo era consciente del pene de Matthew entrando y saliendo de su boca con movimientos pequeños y regulares y de sus propios dedos mientras torturaban sin piedad su clítoris hinchado y su coño chorreante. Parecía que esto durara horas. Sintió que la energía sexual se acumulaba en su interior hasta su inevitable desenlace.

    Leah miró a Matthew y vio que el niño de seis años todavía la miraba con los ojos muy abiertos y lleno de placer. Observó cómo las manos de Matthew se movían nerviosamente a sus costados, inquieto porque no sabía qué hacer con ellas. El pequeño baño del avión ahora estaba impregnado del olor a almizcle de su excitación. Leah se estaba acercando mucho.

    De repente, sintió que Matthew se tensaba. Le temblaban las piernas. Y entonces Leah le dio el primer orgasmo de su vida.

    —Ahhhhh… —Matthew jadeó sorprendido cuando una poderosa ola de placer lo sorprendió. Leah se apretó con fuerza contra su clítoris, abrumada por la emoción de hacer que Matthew se corriera. Su propio orgasmo se desplomó sobre su cuerpo.

    —Uh, uh, uhhhh... —gruñó Leah, sin dejar que sus labios se separaran del pequeño pene que tenía en la boca. Diecisiete años de frustración sexual acumulada explotaron en el cuerpo de Leah y la invadió la dicha. Los recuerdos del pene de Andrew invadieron su mente mientras el orgasmo sacudía su cuerpo.

    —Oh, Dios, oh, Dios —dijo Lisa, sus palabras amortiguadas por el pene de Matthew. Agotada, se desplomó en el suelo del baño.

    Leah recuperó el aliento y giró la cabeza para mirar a Matthew. El chico seguía de pie mirándola. Sus vaqueros y su ropa interior todavía le llegaban a los tobillos y su pequeño pene colgaba tristemente flácido contra su escroto sin pelo. Leah pudo ver una expresión de incertidumbre y asombro en su rostro.

    Rápidamente se levantó y lo abrazó, con sus instintos maternales despertados de repente. “Tranquilo, tranquilo, Matthew”, dijo para consolarlo, aunque él no estaba visiblemente molesto. Sin saber por qué, continuó tranquilizándolo.

    —¿Cómo te sentiste, cariño? —preguntó mientras le acariciaba la espalda. Lo abrazó con fuerza y ​​apretó su rostro contra sus pechos.

    —Um… —Matthew dudó.

    "Lo siento, cariño. ¿Pasaste miedo? ¿Tuviste miedo?"

    —Un poco —admitió Matthew.

    —Oh, cariño, lo siento mucho —lo consoló. Leah dudó un momento, sintiéndose culpable de repente—. ¿Pero al final te sentiste bien? ¿Te hizo sentir bien? Ella lo miró a la cara. Él pensó por un momento.

    —Sí —respondió finalmente.

    —Oh, cariño, me alegro —dijo Leah, abrazándolo de nuevo.

    Ambos se quedaron en silencio por un momento.

    —Vamos —dijo Leah—. Volvamos a nuestros asientos. Matthew se puso de pie obedientemente mientras Leah se agachaba de nuevo frente a él. Ella volvió a subirle la ropa interior blanca y echó una última mirada a su adorable pene. Luego también le subió los vaqueros.

    Leah asomó la cabeza por la puerta del baño y confirmó que no había moros en la costa antes de que ambos se volvieran a sentar en silencio. Matthew se sentó y miró por la ventana un rato, contemplando el infinito cielo azul y el minúsculo paisaje que se extendía a sus pies.

    —Matthew —dijo Leah después de un largo momento—. Si alguien te hace sentir bien, no hay nada de malo en eso. Tú me hiciste sentir bien y luego yo te hice sentir bien, ¿cierto?

    Matthew asintió.

    —No hemos hecho nada malo —le dijo Leah—, pero tienes que mantener esto en secreto, ¿de acuerdo? Si no lo haces, ambos nos meteremos en problemas. ¿Entiendes?

    Matthew asintió de nuevo. Leah le sonrió. Le tomó la mano y se la apretó con cariño.

    Se sentaron en silencio durante el resto del vuelo. Cuando el avión aterrizó, llegó la azafata y le dijo a Matthew que debía recoger sus cosas y dirigirse a la parte delantera del avión para poder salir primero. El niño miró primero a Leah, sin saber qué hacer. Ella asintió levemente con la cabeza.

    Cuando pasó junto a ella, todo lo que Leah pudo hacer fue darle una palmadita en el hombro. Luego se fue, trotando por el pasillo detrás del asistente.

    El resto no era muy claro para Leah. Su mente estaba llena de pensamientos sobre lo que acababa de pasar y su cerebro necesitaba tiempo para ordenar las cosas. Automáticamente desembarcó del avión y se dirigió a la zona de recogida de equipajes, sin apenas percibir el bullicio de los viajeros que la rodeaban. Leah apenas podía creer lo que había hecho: seducir a un niño de seis años. Se preguntó si se había vuelto loca con esa acción ilícita e ilegal. Aun así, no pudo evitar recordar con alegría el viaje en avión mientras esperaba su equipaje.

    Mientras esperaba, Leah escuchó una voz familiar detrás de ella.

    "¡Adiós!"

    Se dio la vuelta. Era Matthew. Estaba al otro lado de la zona de recogida de equipajes, flanqueado por sus dos abuelos. Ya habían recogido su equipaje y se preparaban para marcharse.

    Matthew le hizo un gesto con la mano. Su abuelo ya se estaba alejando y su abuela se giró para tomarle la mano.

    "¿Quién es ella?", le preguntó a su nieto mientras Leah le devolvía el saludo.

    “Sólo una señora agradable que conocí en el avión.”


    Fin

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