Desvergonzada fiesta, Parte 01

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    Esta publicación es la parte 1 de un total de 3 publicadas de la serie Desvergonzada fiesta
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    Es viernes por la noche. En el solitario, apartado “orfanato” va a empezar una singular fiesta. Los invitados son los pocos “socios de honor” de la organización, fundadores incluidos, todos ellos hombres muy poderosos e influyentes, muy acaudalados, de gran prestigio, todos ellos fanáticos libertinos.

    Es la acostumbrada fiesta del mes, que comienza el viernes al anochecer y dura dos días completos con sus sendas noches. Esta vez es diferente. Se da la bienvenida a un muevo “socio de honor”, el decimosexto, un rico capitalista, gran filántropo de la infancia abandonada, de la niñez huérfana, propietario de varios hospicios para niños y niñas.

    Después de la cena, y tan sólo vestidos con ligeras batas de seda, desnudos por debajo, han entrado en el “gran salón”.

    Son dieciséis varones por encima de los cuarenta años. Allí les esperan treinta y dos niñas “novicias”, vestidas para la ocasión con ropas amplias y ligeras. Son aprendices y todavía no han terminado el periodo de instrucción. Aún no han sido desvirgadas. Sus edades oscilan entre los siete y los doce años. Los sonrientes caballeros toman asiento alrededor de las pequeñas mesas redondas.

    Las novicias esperan de pie ante los hombres, sin atreverse a levantar la mirada del suelo entarimado. A una señal de la “maestra de ceremonias”, tal como han sido enseñadas, todas las niñas levantan las faldas bien arriba y giran despacio por varias vueltas, mostrando sus intimidades corporales de delante y de detrás, enfundadas en las ceñidas bragas. Los hombres sonríen. Las pequeñas en un santiamén tiran de las bragas hasta los desnudos pies. Se agachan para recogerlas del suelo. Con las faldas muy levantadas repiten los mismos movimientos.

    Se arrodillan en el suelo, formando un amplio círculo, con la cabeza sobre la tarima, entre los brazos doblados, con los desnudos culitos graciosamente respingados, levantados, curvados y abombados, directamente orientados hacia los encantados adultos.

    Un aplauso general trona en el salón, junto con entusiastas expresiones. Las niñas se levantan sonrojadas y avergonzadas. Con las bragas en la mano se dirigen hacia sus respectivos “hombres”. Sonrientes les ofrecen las prendas como si fuesen flores. Los adultos las cogen encantados. Las huelen varias veces, inspirando profundamente su delicioso perfume. Las batas de seda se abren, permitiendo aparecer en todo su esplendor los miembros viriles, ya erectos y empinadas.

    Las chiquillas los miran azoradas, turbadas y ruborizadas, con los ojos muy abiertos, sorprendidas por los tamaños y grosores, las longitudes y medidas. Boquiabiertas miran fijamente a los enhiestos príapos varoniles, gordos, rígidos, erectos, hermosos.

    Como han aprendido se sientan por parejas sobre las rodillas y regazos de los adultos, posando directamente las desnudas nalgas sobre la carne masculina, dejando sueltas y libres las amplias faldas. No deben apretar ni juntar los muslos, ni cerrar las rodillas, ni montar una rodilla sobre la otra. Sus intimidades deben estar siempre bien accesibles, indefensas, vulnerables y asequibles.

    Las más atrevidas, las mayores, se abrazan a los hombres para prodigarles caricias y besuqueos sin fin. Sus labios recorren las caras de los adultos, sus lenguas relamen y ensalivan los rostros sofocados, sus perlados dientes mordisquean las zonas erógenas accesibles de los encantados varones. Sus suaves dedos pellizcan y retuercen los mamelones masculinos, las puntas de los tiernos dedos friccionan sin descanso los endurecidos pezones varoniles.

    Los hombres literalmente babean. Los caballeros manosean a las indefensas niñas sin descanso. Todos ellos están restregando las sudorosas manos bajo las faldas infantiles, entre las apartadas rodillas, por las abiertas entrepiernas.

    Las chiquillas no rechistan, y se dejan hacer sin resistencia, aunque todas ellas fruncen y tuercen los morritos de desagrado, de malestar. Les hacen daño. Poco a poco las manos de los hombres se acomodan haciéndose suaves, tiernas, dulces, melosas, delicadas. Las crías lo aprecian. Ahora ya gimen de gustito, apoyan las cabecitas en los anchos hombros varoniles, separan aún más las rodillas y los muslos. Suspiran profundamente. Ahora ya están sonrientes.

    Se acomodan para dejarse hacer. Los hombres las ensalivan y lamen a conciencia. Las besan y mordisquean a placer. Las ahogan con apretados y apasionados besos. Las tiernas niñas apenas pueden respirar. Pero no se quejan para nada. Se dejan hacer. Se mecen de gusto, rozando sus tiernas nalgas contra las desnudas intimidades masculinas.

    También las manos varoniles se mueven libremente por debajo de las blusas desabrochadas y abiertas, por debajo de las pecheras desabotonadas de los pequeños vestidos infantiles, y también por debajo de los aflojados tops. Los tiernos pechitos, las suaves areolas y los pequeños pezones de las chiquillas son manoseados, apretados y pellizcados sin rubor alguno, impúdicamente.

    Ellas gimen de gusto. Las manitas de las niñas más pequeñas no se libran de cumplir con la forzada masturbación. Muy pocas de ellas actúan libremente, por sí mismas. Son aún tímidas. Las más son empujadas y sacudidas por las gruesas manos varoniles, permaneciendo bien apretadas, empuñadas y comprimidas alrededor de los enhiestos príapos. Bien pronto los dedos de los varones se abrirán paso dentro de los anos infantiles.

    Las niñas mayores son atrevidas y pasan a la acción enseguida. Se agachan para afanarse en chupar, mordisquear y lamer los mamelones masculinos, los erectos pezones varoniles, tal como han sido enseñadas, sin sentir pudor alguno. Los caballeros gimen de placer, babean de felicidad, suspiran de gusto. Sus empinados príapos crecen, endurecen y engordan aún más, hasta casi reventar, obstinadamente masturbados por las diminutas manos de las más pequeñas. Los hombres expresan contento con la educación recibida por las pequeñas “novicias”.

    Al fondo, sobre una gran pantalla de cine, y en primerísimo plano, la dulce carita de una tierna niña rubia, de unos ocho añitos, está siendo chupeteada, lamida y besada por dos mujeres jóvenes mulatas, de labios gruesos, carnosos y untados de carmín rojo. La chiquilla de trenzas trigueñas mira boquiabierta a la cámara, atontada, aturdida, embobada, con los grandes ojos celestes muy abiertos y las azules pupilas enteramente dilatadas. Está muy sonrojada y ruborizada. Las pequeñas y blandas orejas, los sonrojados mofletes, el delicado mentón, el delgado cuello, las finas cejas, la pequeña nariz respingona, los tiernos y rosáceos labios, los diminutos dientes de nácar, los suaves párpados, las tersas sienes son repasadas a conciencia por las obstinadas y hambrientas bocas femeninas, sin dejar resquicio alguno, dejando sobre la cara infantil visibles rastros de diluido carmín rojo.

    La dulce, tierna carita de la niña ocupa la gran pantalla, enfocada en primerísimo plano. Las mujeres suspiran de gozo, gimen de placer, y susurran a la cría expresiones soeces, groseras y desvergonzadas, muy escabrosas, obscenas e impúdicas, que causan enorme bochorno y rubor, que sólo se usan entre adultos lujuriosos, que suenan extrañas a los inocentes niños. Nadie se atrevería a piropear tan desvergonzadamente a una tierna, angelical, ingenua niña. Es muy desvergonzado, pero raramente excitante.

    Entran unas cuantas párvulas de once a catorce años. Traen bandejas con bebidas, que reparten entre las mesas ocupadas por los dieciséis adultos y sus treinta y dos “novicias”. Las niñas camareras visten desvergonzadamente. Llevan diminutos tops y cortos faldellines blancos, abiertos del todo por los costados. Dejan al descubierto espaldas, caderas, cinturas, muslos y culitos. Piropos impúdicos estallan entonces. Mientras las chiquillas sirven atareadas y diligentes, las manos masculinas osan a deslizarse sin pudor bajo los cortos faldellines para manosear los desnudas nalgas a conciencia. Las chiquillas lanzan obscenos grititos y cimbrean las nalgas con delicia.

    Preparan el espectáculo. En medio de los caballeros y sus “niñas” colocan una gran cama. Las luces iluminan el centro. Alrededor del escenario artificial la oscuridad es casi total, permitiendo a los invitados actuar de manera libre, desinhibida, sin pudor.

    Sobre la pantalla de cine aparece en primerísimo plano un enorme miembro viril de unos veinticinco centímetros de longitud y ocho de diámetro. Está empinado, rígido y erecto. Es negro, como el azabache, muy enhiesto. La bulbosa y brillante punta se roza obstinadamente contra los entreabiertos labios de la atontada chiquilla, y fuerza con inusitada facilidad la tierna abertura.

    La niña es forzada a abrir la boca lo máximo posible, hasta casi dislocarse y descoyuntase. Sus pequeños dientes de nácar son fácilmente separados por la gruesa carne varonil. Poco a poco el gordo príapo va penetrando en el interior, pero sólo la menor porción. Es demasiado grande, y la boca de la niña es bastante pequeña.

    La chiquilla deviene congestionada, falta de aire, y debe respirar desesperadamente a través de los diminutos orificios nasales. El aire entra y sale con fuerza, cada vez más rápido, provocando un silbido encantador. Para ser perfectamente enfocada por la cámara, la enorme verga debe entrar angulada, torcida y ladeada en la pequeña boca infantil.

    El henchido glande infla, hincha, ahueca y agranda uno de los dos mofletes de la aturdida niña, una y otra vez. Las jóvenes mujeres han desaparecido de la escena para no da lugar a distracciones. En su lugar aparecen, por ambos lados de la angelical carita infantil, dos grandes príapos, cuyos bulbosos glandes enrojecidos, surcados por azuladas venas henchidas, se deslizan, aprietan, friccionan y rozan contra los sonrojados, ruborizados mofletes y contra las tiernas, blandas orejas de la inocente niñita rubia.

    Una de las dos grandes manos del joven negro aprieta el cogote, la cerviz, la nuca de la indefensa chiquilla. Su enorme príapo va y viene dentro de la babosa boquita infantil. Un cuarto príapo se restriega obscenamente contra la parte superior de la pequeña cabeza infantil, despeinando, en su incansable frote, la trigueña cabellera de la niña. La inocente pequeña está siendo bien violada.

    Una niña sale al escenario tirando de los empinados penes de dos jóvenes blancos, desnudos de cabeza a pies. Son de entre veinticinco y treinta años, y ella tendrá doce añitos a lo sumo. La cría es rubia, de pelo corto y ojos azules. Su piel es blanca rosada. Viste pequeña braga y top muy ceñidos de blancura inmaculada. Los dos jóvenes la desnudan en un santiamén.

    Ella es limpia de pubis y sus pechitos apenas comienzan a brotar. Ella lleva la iniciativa como una actriz porno de primera. Empuja a los chicos para que caigan sentados sobre el borde de la cama. Se arrodilla en el suelo entre ellos dos. Con maestría de adulta prostituta excita hasta casi hacer derramarse a ambos jóvenes, empleando durante diez largos minutos sus dos manos, pero sobre todo su boca deliciosa.

    Una vez puestos como borricos en celo, se coloca a cuatro patas sobre la cama. Cimbrea y oscila el culo graciosamente, mostrándolo impúdicamente al chico que se coloca arrodillado justo detrás de ella. El hombre agarra a la niña con ambas manos por las caderas. Enseguida la ensarta por la cosita pequeña, clavando el príapo hasta bien el fondo. Aguijonea y empuja con inusitada violencia.

    La chiquilla aúlla de dolor, pero aguanta pues está acostumbrada. Su ligero cuerpo infantil es mecido hacia delante y hacia atrás, en un vaivén gracioso. La chiquilla gime de dolor. El miembro es demasiado largo, y punza al golpear la delgada pared cosita pequeña una y otra vez. El chico es fuerte, potente, vigoroso, resistente. Embiste y arremete obstinadamente, sin importarle los gemidos lastimosos de la ensartada chiquilla.

    El liviano cuerpo infantil va y viene con las violentas sacudidas. El segundo chico sujeta con fuerza la cabeza de ella por atrás, por la nuca y el cuello. Con la mano libre empuña el rígido y enhiesto príapo para empujarlo entre los labios y dientes de la pequeña. Con suma facilidad es hundido muy adentro, ahogando a la desvalida niña, forzándola a respirar angustiosamente a través de los orificios nasales. Y así, zarandeada por delante y por detrás, la frágil niña aguanta con valentía las violentas embestidas de los jóvenes varones.

    El de delante no tiene que hacer esfuerzo alguno. Está más bien quieto, salvo que sus manos aprietan y sujetan la pequeña cabeza infantil por la nuca, por el cogote. El enorme miembro viril va y viene dentro de la babosa boca, sin esfuerzo alguno de su parte, y arrastra consigo copiosa saliva infantil que cae afuera. El delgado cuerpo es empujado hacia delante por el vigoroso actor, siempre arrodillado tras la pequeña, forzando al segundo príapo a hundirse pasivamente bien adentro de la linda boquita.

    De repente el joven de hinojos se queda bien erguido y apretado contra las nalgas infantiles, con el miembro bien plantado dentro de la chiquilla. Gime con intenso placer. Babea de felicidad. Está lanzando violentos chorros de semen caliente, tan profundo como le es posible. Vierte hasta la última gota, hasta el último chorro. Se vacía del todo. Suda copiosamente. Está enrojecido por el esfuerzo. Jadea ruidosamente. Respira con ganas. Ahora su compañero empuja violentamente el duro miembro viril, bien plantado dentro de la boca de la infanta. Mientras tanto sujeta con ambos manos la pequeña cabeza por detrás. Hace sufrir a la niña como nunca antes. Grandes lágrimas cristalinas resbalan ahora sobre los enrojecidos mofletes, mojándolos profusamente.

    La chiquilla solloza entrecortadamente por el intenso dolor que sufre. Su boca está desencajada, a punto de romperse. Las lágrimas impiden ver a la cría. Tiene los párpados bañados en ellas. El hombre pretende vaciarse cuanto antes. Y lo consigue. Dando un grito de intenso placer comienza a evacuar muy adentro de la pequeña boca, chorro tras chorro, hasta vaciar los testículos por completo, no permitiendo ninguna gota verterse afuera. La niña traga todo lo que puede, como ha sido enseñada, contenta de cumplir con su deber. Hilos de semen resbalan por las comisuras de su pequeña boca inundada, abarrotada de gran cantidad de esperma.

    El primer actor se retira entonces, contento para dejar el lugar a una exuberante mujer, de entre treinta y pico y cuarenta años justos, de grandes pechos y anchas caderas, rubia de cabellos en cascada. Es muy hermosa, muy bella. Está del todo desnuda, salvo un cinturón amarrado a sus caderas, del que pende un enorme y respetable olisbo. Se arrodilla tras la chiquilla y en un santiamén ensarta el monstruoso instrumento de látex en la lubricada y mojada cosita pequeña infantil. La chiquilla aúlla y grita de punzante dolor. Durante cinco minutos la mujer viola a la niña sin miramiento alguno. Los invitados aplauden a rabiar la soberbia actuación de la experimentada actriz, y más cuando, al separarse, se levantan y van al camerino. La niña cojea ostensiblemente, sollozando lágrimas cristalinas. Su linda carita expresa gran sufrimiento, dolor. Gimotea lastimosamente.

    Sobre la gran pantalla, la angelical niña trigueña está siendo violada bucalmente sin pudor alguno. Está del todo hipnotizada, atontada, aturdida. Parece no enterarse de los continuos golpes del abultado glande a su garganta escocida y dolorida, a su hinchado e inflado moflete. Parece no enterarse del continuo rozamiento del duro miembro viril contra sus dientes de blancura inmaculada, contra sus empapados labios rosáceos. La cría tiene los ojos extraviados, las pupilas dilatadas como platos.

    Lágrimas cristalinas se han formado en los ángulos de los azulados ojos infantiles. Ya comienzan a resbalar, a caer. La angelical chiquilla tiene los sonrojados pómulos mojados de brillante y pegajoso líquido seminal, al ser obstinadamente frotados y rozados por los dos henchidos, gordos bálanos, a punto de reventar, de explotar…….. Los adultos ya tienen arrodilladas entre sus desnudas piernas a las novicias mayores, quienes glotonamente lamen, chupan, mordisquean y maman los abultados bálanos.

    El espectáculo continúa. Una niña de unos doce años, delgada y alta, entra en el escenario con dos niños más jóvenes, de once y diez años.

    Rápidamente se desnudan del todo, y la niña se sienta en la cama, frente a la audiencia. Ella es muy guapa, de pecho plano y lampiña de sexo. Los dos niños se sientan a ambos lados de ella, sobre la cama también. La niña comienza a jugar con los penes infantiles, poniéndolos erectos y empinados poco a poco. Los dos chiquillos tienen los hocicos pegados a los pequeños pechos de ella. Chupan los endurecidos pezones infantiles con fruición. Sus manos se turnan para acariciar el sexo femenino con ganas.

    La niña gime de placer con los ojos casi cerrados y la boca entreabierta.

    Los dos pequeños se turnan de hinojos entre las separadas y abiertas rodillas de la niña. Se afanan en lamer con fruición el sexo infantil, el coñito lampiño, las tiernas labios, el clítoris mojado y duro, dando largos, duraderos, obstinados lengüetazos. La audiencia aplaude a rabiar. La manita femenina manipula sin parar el enhiesto y endurecido príapo infantil. Lo frota y manosea sin descanso. La chiquilla ahoga al niño sentado con su lengua intrusa. Se besan con disfrute. Se morrean a la francesa.

    Ahora es el turno de la pequeña actriz. Se arrodilla ante los dos chiquillos sentados uno junto al otro. Ella toma uno de los dos penes infantiles en su boca, y lo chupa con fruición. A la vez masturba con alegría el miembro empinado del otro crío. Los niños están muy excitados. Babosean como idiotas, embelesados, sumamente enrojecidos. La experta niña manosea y pellizca los pequeños testículos lampiños. Repasa y repasa ambos pirulís con su boca de piñón.

    Los deja bien relucientes y limpios, como nuevos. Los deja bien ensalivados, mojados, resbaladizos, empapados, tersos y suaves. Ya es la hora de pasar a mayores. Los tres niños se preparan como si lo tuvieran muy ensayado. Forman un sándwich, con la chiquilla en medio de los dos chavales, con el más pequeño arriba, arrodillado tras la niña, y con el mayor abajo, tumbado debajo de la cría, soportando el peso de ella, que lo cabalga como una amazona.

    Y así copulan los tres a la vez, con ganas y energía, como si les fuera en ello la vida. La niña es doblemente penetrada por ambos orificios. Está enardecida. Los críos empujan los príapos con energía y entusiasmo, vigorosamente, queriendo vaciarse tan rápido como les sea posible. No lleva mucho tiempo a los chavales inundar de semen los interiores de la gozosa y contenta párvula. La pequeña está entusiasmada. Goza de lo lindo, grita con delirante frenesí. Jadea ruidosamente.

    Todo el mundo puede escuchar sus profundos y obstinados gemidos de inmenso placer. La chiquilla babea de felicidad. Anima con expresiones desvergonzadas a los dos niños varones. Reciben un cerrado aplauso de los espectadores al levantarse. Hilos de abundante esperma resbalan sobre las piernas de la chiquilla. Apenas puede caminar, agotada.

    Las novicias más jóvenes acarician, manosean y pellizcan los mamelones varoniles. Como han sido enseñadas se agachan para lamer, chupar y ensalivar los endurecidos pezones, las erectas tetillas. Son muy tercas. Los excitados hombres tienen que tirar bruscamente de las cabezas de las niñas mayores para evitar vaciarse y explosionar dentro de las suaves, mojadas y cálidas boquitas. Descansan brevemente, y con rudeza empujan las pequeñas cabezas hasta sus levantados y empinados miembros.

    Sobre la gran pantalla, la virginal niña trigueña está aguantando como puede las obstinadas embestidas de los cuatro enhiestos príapos. Está siendo golpeada una y otra vez. Media hora larga dura ya la excitante violación. La pobre cría apenas puede respirar. Está enormemente sofocada, muy enrojecida. Resuella frenéticamente a través de los pequeños orificios nasales, en ruidosos, desesperados y rápidos silbidos.

    Está seca ya. No es arrastrada ya la baba infantil hacia afuera de la dislocada boquita. Los angelicales ojos azulados permanecen abiertos y dilatados, sin apenas poder ver. Están cubiertos, empapados y mojados por abundantes lágrimas cristalinas. Es entonces cuando al fin los tres penes descargan copiosamente, uno a uno, en un breve intervalo de tiempo, lanzando calientes y pegajosos chorros de leche viril sobre el pelo, los mofletes, las orejas, la nariz, la frente, el mentón, los labios, los ojos, los párpados, las cejas, etc. de la niña, no desperdiciando ninguna gota de semen, no permitiendo que ninguna gota de esperma caiga sin antes golpear el rostro, la cabeza, la cara de la asustada pequeña.

    La chiquilla mantiene bien apretados los párpados, bien cerrados los ojos para resguardarlos. Los tres actores, antes de desaparecer, restriegan a gusto los amoratados, abultados, hinchados glandes con el chorreado pelo rubio de la niñita. Se secan los gordos bálanos a conciencia con el suave cabello trigueño. Espesos hilos de leche viril resbalan y caen sin cesar sobre la frente, la cara, las mejillas, el mentón, la nariz, las orejas de la niña. La violación bucal se desarrolla incansable, obstinadamente.

    El enhiesto miembro viril va y viene dentro de la desencajada boquita infantil. La gran mano negra aprieta y ciñe estrechamente la cerviz de la indefensa párvula. La pequeña cría no puede zafarse. Está a punto de atragantarse…

    Seguidamente es el turno de dos niñas y un hombre cincuentón. Él es corpulento, velludo, calvo. Ya entra en el escenario teniendo el príapo empinado, bien en ristre.

    Sobre la cama se recuesta boca arriba. Las dos crías, una de once años y la otra de nueve, se afanan en mamar, chupar, engullir, succionar, relamer y mamar su enhiesto y enderezado miembro viril, repasándolo de arriba abajo con sus mojados labios, con sus carnosas lenguas. La más pequeña, de diminuta boca de piñón, se esfuerza y atarea con el redondo y turgente glande, que apenas cabe entre sus tiernos labios del todo abiertos.

    Lo ensaliva copiosamente, lo empapa de fluida baba, dejándolo bien brillante y reluciente. La otra chiquilla, más diestra y veterana, relame y chupa los lampiños y gordos testículos varoniles, así como la raíz y el tronco del henchido, rígido, tenso príapo.

    A una señal del complacido hombre, las dos crías dejan de mamar y chupar. Sus pequeñas manos agarran el grueso, enderezado falo. Lo sacuden, agitan y menean de arriba abajo, sin parar un instante, furiosamente. Se divierten de lo lindo. El hombre hace otra señal. La chiquilla mayor ya sabe lo que tiene que hacer. A horcajadas, bien separada de muslos, se monta sobre el bajo vientre del hombre. Con una mano agarra la enorme verga y la inserta despacio en su pequeña cosita pequeña. Una vez bien adentro, la cría comienza a balancearse y mecerse de arriba abajo, como si fuera una experta amazona, apoyando las manitas sobre el peludo pecho del encantado adulto. Cabalga con nerviosas y enérgicas sacudidas de caderas.

    El enhiesto miembro desaparece en el interior de la cosita pequeña infantil una y otra vez, a velocidad cada vez mayor. Las manos del hombre palpan las carnosas nalgas, manosean los regordetes glúteos de la pequeña actriz.

    La otra cría no pierde el tiempo. Sujeta en su pequeña mano un enorme falo artificial. Debe obedecer lo mandado. Así que, sin dudarlo un instante, lo empuja, lo inserta, lo hunde, lo clava bien dentro del dilatado y distendido ano varonil. Debo empujarlo y menearlo sin parar, friccionarlo, rozarlo, frotarlo contra el ancho y expandido recto varonil. La actriz mayor, que sólo viste calcetines blancos y corta camiseta colegial blanca, así como un lazo blanco en lo alto de la cabeza, cambia rápidamente de orificio. Esta vez toca el turno al lindo culo. Agarrando el enorme príapo por la raíz, lo clava y hunde en su angosto, ceñido, estrecho y apretado ano. Grita, gruñe y aúlla de intenso dolor, pero está ya un tanto acostumbrada.

    Queda bien empalmada y encajada a la enorme verga. Está bien empalada y ensartada. Y así fornica con el encantado cincuentón, quien babosea de delirante placer carnal. La experta actriz infantil monta a horcajadas sobre el hombre, cabalgándolo con vigorosos, fogosos, impetuosos, ardorosos, incansables golpes de nalgas. Copiosas y grandes lágrimas resbalan sin parar sobre las ruborizadas, enrojecidas mejillas de la pequeña. La experimentada niña actriz solloza y llora de dolor, gimotea y suspira de sufrimiento, se queja, gime y se lamenta lastimosamente. El ardiente y apasionado cincuentón empuja sus caderas, su pelvis hacia arriba, una y otra vez, con el fin de facilitar la labor de la cría más pequeña.

    El agrandado y expandido ano varonil es forzado, violado salvajemente por la infatigable, entusiasmada y emocionada párvula. El excitado adulto goza mirando la cara de gran sufrimiento de la niña mayor, empapada de lágrimas. Grandes aplausos de ánimo estallan entre la concurrencia. Los enardecidos invitados revientan en soeces y desvergonzadas expresiones, en extremo excitados por la dolorosa violación anal de la cría a cargo del cincuentón. Este no aguanta por más tiempo. Pronto se vacía, hasta el último chorro, entre las deliciosas nalgas infantiles, como es lo decente.

    Pero no acaba aquí el soberbio espectáculo.


    Continuará

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